ESTUDIANTES DE 1° AÑOS A, B, C, D Y E
La Abeja Haragana
Escritor venezolano: Horacio Quiroga
Había una vez en una colmena una
abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para
tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en
miel, se lo tomaba del todo.
Era, pues, una abeja haragana.
Todas las mañanas apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la
puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas,
como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día.
Zumbaba muerta de gusto de flor
en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día
mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel,
porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.
Como las abejas son muy serias,
comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta
de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia para
cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas,
con gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido
todos los pelos al rozar contra la puerta de la colmena.
Un día, pues, detuvieron a la
abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
—Compañera: es necesario que
trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.
La abejita contestó:
—Yo ando todo el día volando, y
me canso mucho.
—No es cuestión de que te canses
mucho —respondieron—, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia
que te hacemos.
Y diciendo así la dejaron pasar.
Pero la abeja haragana no se
corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le
dijeron:
—Hay que trabajar, hermana.
Y ella respondió en
seguida:
—¡Uno de estos días lo voy a
hacer!
—No es cuestión de que lo hagas
uno de estos días —le respondieron—, sino mañana mismo. Acuérdate de esto. Y la
dejaron pasar.
Al anochecer siguiente se repitió
la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la abejita exclamó:
—¡Si, sí, hermanas! ¡Ya me
acuerdo de lo que he prometido!
—No es cuestión de que te
acuerdes de lo prometido —le respondieron—, sino de que trabajes. Hoy es
diecinueve de abril. Pues bien: trata de que mañana veinte, hayas traído una
gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.
Y diciendo esto, se apartaron
para dejarla entrar.
Pero el veinte de abril pasó en
vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se
descompuso y comenzó a soplar un viento frío.
La abejita haragana voló
apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría allá adentro.
Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.
—¡No se entra! —le dijeron fríamente.
—¡Yo quiero entrar! —clamó la
abejita—. Esta es mi colmena.
—Esta es la colmena de unas
pobres abejas trabajadoras le contestaron las otras—. No hay entrada para las
haraganas.
—¡Mañana sin falta voy a
trabajar! —insistió la abejita.
—No hay mañana para las que no
trabajan— respondieron las abejas, que saben mucha filosofía.
Y diciendo esto la empujaron
afuera.
La abejita, sin saber qué hacer,
voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía apenas. Quiso cogerse de una
hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía
volar más.
Arrastrándose entonces por el
suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecían montañas,
llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a caer frías gotas de
lluvia.
—¡Ay, mi Dios! —clamó la
desamparada—. Va a llover, y me voy a morir de frío. Y tentó entrar en la
colmena.
Pero de nuevo le cerraron el
paso.
—¡Perdón! —gimió la abeja—.
¡Déjenme entrar!
—Ya es tarde —le respondieron.
—¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!
—Es más tarde aún.
—¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo
frío!
—Imposible.
—¡Por última vez! ¡Me voy a
morir! Entonces le dijeron:
—No, no morirás. Aprenderás en
una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete.
Y la echaron.
Entonces, temblando de frío, con
las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que de
pronto rodó por un agujero; cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.
Creyó que no iba a concluir nunca
de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una
culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a
lanzarse sobre ella.
En verdad, aquella caverna era el
hueco de un árbol que habían trasplantado hacia tiempo, y que la culebra había
elegido de guarida.
Las culebras comen abejas, que
les gustan mucho. Por eso la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró
cerrando los ojos:
—¡Adiós mi vida! Esta es la
última hora que yo veo la luz.
Pero con gran sorpresa suya, la
culebra no solamente no la devoró sino que le dijo: —¿qué tal, abejita? No has
de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
—Es cierto —murmuró la abeja—. No
trabajo, y yo tengo la culpa.
—Siendo así —agregó la culebra,
burlona—, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
La abeja, temblando, exclamo
entonces: —¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque
es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.
—¡Ah, ah! —exclamó la culebra,
enroscándose ligero —. ¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a
ustedes son más justos, grandísima tonta?
—No, no es por eso que nos quitan
la miel —respondió la abeja.
—¿Y por qué, entonces?
—Porque son más inteligentes.
Así dijo la abejita. Pero la
culebra se echó a reír, exclamando:
—¡Bueno! Con justicia o sin ella,
te voy a comer, apróntate.
Y se echó atrás, para lanzarse
sobre la abeja. Pero ésta exclamó:
—Usted hace eso porque es menos
inteligente que yo.
—¿Yo menos inteligente que tú,
mocosa? —se rió la culebra.
—Así es —afirmó la abeja.
—Pues bien —dijo la culebra—,
vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la prueba más rara, ésa
gana. Si gano yo, te como.
—¿Y si gano yo? —preguntó la
abejita.
—Si ganas tú —repuso su enemiga—,
tienes el derecho de pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene?
—Aceptado —contestó la abeja.
La culebra se echó a reír de
nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y
he aquí lo que hizo:
Salió un instante afuera, tan
velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula
de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y
que le daba sombra.
Los muchachos hacen bailar como
trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto.
—Esto es lo que voy a hacer —dijo
la culebra—. ¡Fíjate bien, atención!
Y arrollando vivamente la cola
alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con
tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco.
La culebra se reía, y con mucha
razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito.
Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a
los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:
—Esa prueba es muy linda, y yo
nunca podré hacer eso.
—Entonces, te como —exclamó la
culebra.
—¡Un momento! Yo no puedo hacer
eso: pero hago una cosa que nadie hace.
—¿Qué es eso?
—Desaparecer.
—¿Cómo? —exclamó la culebra,
dando un salto de sorpresa—. ¿Desaparecer sin salir de aquí?
—Sin salir de aquí.
—¿Y sin esconderte en la tierra?
—Sin esconderme en la tierra.
—Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo
haces, te como en seguida — dijo la culebra.
El caso es que mientras el
trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había
visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con
grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.
La abeja se arrimó a la plantita,
teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
—Ahora me toca a mi, señora culebra.
Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga
“tres”, búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
Y así pasó, en efecto. La culebra
dijo rápidamente:”uno…, dos…, tres”, y se volvió y abrió la boca cuan grande
era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados,
recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja
había desaparecido.
La culebra comprendió entonces
que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era
simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho?, ¿dónde estaba?
No había modo de hallarla.
—¡Bueno! —exclamó por fin—. Me
doy por vencida. ¿Dónde estás?
Una voz que apenas se oía —la voz
de la abejita— salió del medio de la cueva.
—¿No me vas a hacer nada? —dijo
la voz—. ¿Puedo contar con tu juramento?
—Sí —respondió la culebra—. Te lo
juro. ¿Dónde estás?
—Aquí —respondió la abejita,
apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita.
¿Qué había pasado? Una cosa muy
sencilla: la plantita en cuestión era una sensitiva, muy común también aquí en
Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al
menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, donde la
vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas.
De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraran, ocultando
completamente al insecto.
La inteligencia de la culebra no
había alcanzado nunca a darse cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había
observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.
La culebra no dijo nada, pero
quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche
recordando a su enemiga la promesa que había hecho de respetarla.
Fue una noche larga,
interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de la
caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un
río adentro.
Hacía mucho frío, además, y
adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en cuando la culebra
sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el
término de su vida.
Nunca, jamás, creyó la abejita
que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida
anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba
entonces en silencio.
Cuando llegó el día, y salió el
sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en
silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las
abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que
la que volvía no era la paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en
sólo una noche un duro aprendizaje de la vida.
Así fue, en efecto. En adelante,
ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el otoño
llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una
última lección antes de morir a las jóvenes abejas que la rodeaban:
—No es nuestra inteligencia, sino
nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez de mi
inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo,
sí hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá,
como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella
noche. Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros
esfuerzos —la felicidad de todos— es muy superior a la fatiga de cada uno. A
esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida
de un hombre y de una abeja.
Actividad;
1.- Cuáles son los personajes de
la fábula?
2.- De qué trata la historia?
3.- explica los valores que están
presentes en la historia
4-. Relata otro final que le
darías tú a la historia.